Descripción
LAS COSAS QUE HACEN CLINC POP
/ Relato/ Romántica/
SINOPSIS
Un bibliocafé, una librera muy observadora, una clienta habitual, Terry Pratchett, Star Trek, pantalones color vino, pintas de Fuller’s London Porter y cosas que hacen clinc pop. Libros y cerveza son los elementos del decorado con los que se entreteje un relato romántico en el que los gustos y las aficiones comunes tendrán mucho que ver con la alteración de la frecuencia cardíaca de una de las protagonistas.
FICHA TÉCNICA
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Ella, la rubia de los pantalones color vino. A la misma hora, con la misma rutina: 20:30h, mesa junto al mostrador, libro y pinta de Fuller’s London Porter.
Invariablemente:
- Saludo amable (de sonrisa y ojos fijos).
- Pedido.
- Hora de lectura y cerveza.
- Devolución.
- Despedida amable (con idéntica sonrisa y mirada).
Sus gustos literarios se enredan, a buen compás, entre la novela negra y la ciencia ficción. Observa, inalterable, el mismo ciclo alternante: Sue Grafton y su serie de Kinsey Millhone con las series combinadas de Terramar y Ekumen de Úrsula K. Le Guin.
Simplemente, espectacular. Me pregunto qué hará cuando se quede sin libros que alternar. Tal vez, buscarse nuevos autores con serie larga.
Aunque sé que los escogerá con mucho cuidado…
—Se acabó Scott Card —me dijo una tarde de un lluvioso noviembre, cuando todavía no se había liado literariamente con Sue y Úrsula. Deslizando sobre la barra el ejemplar de la serie de la saga de la Sombra que hasta ese momento estaba leyendo, dijo—: No tanto porque ya se me empieza a hacer cansino como por homófobo, racista y misógino.
—No jodas.
—¿Por lo de cansino o por todo lo demás?
—Lo demás —dije—. Lo primero ya lo sabía.
Orson había estirado a sus insectores más que un españolito medio la paga de fin de mes. Entre la saga de Ender, la de la Sombra y la de la Primera Guerra Insectora, el tío llevaba más de una docena de libros. Mamá siempre decía que en una serie no se podían tener más títulos que huevos*, porque, salvo honrosas excepciones, o se le agotaban las ideas al autor o el respeto al lector. Y a estas alturas, ya no había excepción posible que aplicar a Card.
Y, ahora, al parecer, tampoco honra.
—Pues lo es —afirmó con rotundidad—. Un ultraconservador que, entre otras cosas, abomina de la homosexualidad.
—No jodas.
—Y, cómo no, porque va en el lote, misógino.
—Joder.
Era obvio que esa tarde toqué techo en lo que a elocuencia se refería…
—Solo hay que ver cómo dibuja a los personajes femeninos en la saga de Ender —explicó—. ¡Tío, se te ve el plumero! Y, mira, me estaba dejando llevar porque me encanta la ciencia ficción, pero tengo a mi conciencia feminista aporreando la puerta sin parar y como que hasta aquí, ¿sabes? Si quieres saber de qué palo va, salió un artículo en internet a raíz del estreno de la peli de El juego de Ender. —Me dictó el título y la web—. Búscalo y descubrirás qué maravilla de hombre. Si hasta ahora no padecías de problemas digestivos, esto te los provocará.
Atendí a su perorata calladita (que no ausente) y fascinada. Todas y cada una de sus palabras habían captado mi interés, sintonizado por defecto, concepto y deseo en el dial violeta, y poco había faltado para que mis meninges asomaran arrebatadas, puño alzado en ristre.
Cuando al día siguiente regresó al bibliocafé (a su hora de siempre, con sus costumbres de siempre) ya había más que verificado su información.
—Tenías toda la razón —dije—. ¿Buggers?** ¿En serio? —resoplé asqueada—. Mi madre ya ha empezado a retirar sus libros, Scott Card ha pasado a ser autor non grata en el Birras and Books. Lo de la presión para mantener el sexo entre homosexuales en el Código Penal fue la gota que colmó el vaso. «¡Él sí que no puede ser un ciudadano aceptable en nuestra sociedad!», clamaba mientras metía sus libros en una caja.
Carmen (porque la rubia de los pantalones color vino, 20:30h, mesa junto al mostrador, libro y pinta de Fuller’s London Porter se llamaba así, lo sabía por su ficha) rio con ganas.
—Tu madre debería ser un hashtag: #MamáDice. —Su expresión adoptó un mohín pícaro cuando añadió—: Ahora es cuando te alegras de que la peli de El juego de Ender fuese tan mierder, ¿eh?
Ahí Carmen arriesgó. ¿Y si a mí me hubiese encantado? Por Barbatos que no hay enfrentamientos más sangrientos que los que se producen entre el fandom, os lo digo de verdad.
Pero en este caso no iba a llegar la sangre al río ni la blasfema al estómago de ningún Sarlacc.
—Alivia en parte la inmensa decepción que sentí cuando la vi, sí —concordé—. Las adaptaciones son siempre un riesgo, mira si no Spielberg con Ready Player One. Que sí, que estupenda, pero, vaya, en mi opinión es infinitamente mejor la novela.
—Totalmente de acuerdo. ¡Me encanta ese libro! Pero, bueno, veámoslo por el lado positivo: al menos no hizo un churro tipo Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal.
Puse los ojos en blanco.
—Oh, por favor, menudo bluf. HORROR.
Ella me miró con expresión divertida. Divertida y, al parecer, algo más. Porque fue en ese preciso instante cuando los ruiditos empezaron a salir de sus madrigueras… aunque yo tardé un poco en darme cuenta. (Agilidad mental, que le dicen. O poco espabilamiento, que diría mi santa madre).
—¿Alien 3? —preguntó expectante.
—Abominación —afirmé sin vacilar.
—¿Tron 1982 o 2010?
—1982, por supuesto.
—¿Star Trek?
Huy. Peligro, Will Robinson, pensé. ¿Y si resultaba que Carmen la-de-los-pantalones-color-vino era una trekkie del ala dura? Yo era de las de «Star Trek pre J. J. Abrams = soberano aburrimiento» y suponía todo un riesgo posicionarse como tal si Carmen era de las hardcore.
Pero vivir es arriesgarse, ¿no?
Pues eso.
—Me encanta Star Trek Discovery —fue mi respuesta. Eso sería suficiente.
Cuando Carmen no me desintegró con ningún fáser y en su lugar lució una sonrisa cómplice, aparte de alivio sentí que compartíamos apostasía trekkie. ¡Larga vida y prosperidad! ¿Prueba superada?
Por ahora. Porque todavía quedaba la definitiva, LA pregunta de preguntas en EL cuestionario de cuestionarios.
—¿Trilogía de precuelas de Star Wars? —preguntó con los ojos convertidos en dos rendijitas.
Dejé pasar un segundo. Dos. Mi rostro, serio. Mi tono, solemne.
—No sé de qué me hablas.
Y entonces, sonrisa estratosférica (ella).
Y entonces, sonrisa tímida (yo).
Y silencio largo (ambas), un segundo más de lo normal en una conversación en apariencia trivial.
… Y pop, ¿sabéis? POP. Como cuando la tapa ajusta, el zapato encaja, el pomo de la pieza de puzle se ensambla con el hueco y el adaptador de acoplamiento presurizado interconecta nave espacial con módulo, ese pop. Y es que, durante ese largo segundo nos dedicamos a mirarnos como si estuviésemos buscando en nuestros ojos algo que hasta ese momento no sabíamos que podíamos encontrar. Pero ¿qué? ¿Sintonía? ¿Reconocimiento? Y si se trataba de la aguja en la misma emisora, ¿cuál de ellas, exactamente? ¿La de las fans de sci-fi que no le hacían ascos a blockbusters? ¿La de…?
Pero no me dio tiempo a completar los puntos suspensivos (ni, de paso, a detenerme en el hormigueo que empezó a chisporrotearme por dentro), porque ella dijo:
—Es el eterno dilema.
¿Cuál?, pensé, confundida. ¿Dedicarnos a mirarnos a los ojos como si estuviésemos buscando en ellos algo que hasta ese momento no sabíamos que podíamos encontrar? ¿Hacer pop?
Pero, claro, eso no fue lo que le dije. Fue algo más… brillante.
—¿Perdona?
Sí. Estaba yo que me salía esa semana.
—Me refiero a cuando te encuentras con algo así —explicó—. Alguien de quien admiras su obra pero descubres que es un capullo, tipo Scott Card. ¿Qué haces, en ese caso?
—Ah, sí, eso —balbuceé como una tonta.
Es que no daba para más. En esos momentos tenía el raciocinio bajo mínimos por culpa del barullo que estaban montando varios de mis queridos estados emocionales, que andaban a codazo limpio en un intento de situarse los primeros en la fila.
A saber:
- Desconcierto por el interrogatorio.
- Azoramiento por el puñetero cosquilleo interno.
- Temor de que el feroz sonrojo de mis orejas (esa parte de mi cuerpo con vocación de baliza de emergencia) llegase hasta mis mejillas y acabasen estallando cual bombillas de Navidad pasadas de vatios. ¡¿Pero por qué narices me sonrojaba, eh, a ver?!
—Como si admirar Las señoritas de Avignon y marcarse un baile con Beat it —continuó ella, ajena a mi batalla con la dilatación de mis vasos sanguíneos y mi extravío emocional— significase justificar la misoginia y la pederastia, ¿comprendes?
—Completamente.
Pero mi respuesta tuvo más de acto contemporizador que dialéctico, porque en realidad yo seguía atascada en las miradas que duraban más de lo convencionalmente establecido y en los ruiditos que hacían las cosas cuando encajaban. Aunque todavía no supiera a ciencia cierta qué, cómo o por qué lo hacían (o si realmente significaba algo).
Ese día, aprovechando que poca gente parecía tener ánimos de desafiar el frío y la lluvia para tomarse un café o leer un libro, terminamos enfrascándonos en una conversación en la que mezclamos conflictos de conciencia con cazas TIE; episodios míticos de Samurai Jack con corazones divididos entre Totoro y Ponyo; cervezas de alta, baja y espontánea fermentación con libros que nunca deberían haber sido escritos (y mucho menos ser considerados libros); nuestra pasión por el doctor Who, Carrie Fisher, los robots (Gigante de Hierro y Baymax, os amamos) y las razones por las que montar un café-biblioteca en la era de la transferencia inalámbrica y la piratería estaban más cerca del arriesgado arte del funambulismo que del más elemental sentido práctico. Al menos, si te apetecía eso de comer todos los días…
Y cuando Carmen la-de-los-pantalones-color-vino se despidió ese día con su sempiterna sonrisa pintada en el rostro; cuando dijo: «Hasta mañana» con una mirada que a mí se me antojó popera total, entonces, fue cuando me di cuenta de la cosa tan tonta que me había ocurrido: ¡que me estaba enamorando de ella, coño!
*[De los producidos por animales ovíparos, y si tomamos la docena como medida estándar].
**[Traducido en España como «insectores». En la jerga norteamericana se usa para referirse, de forma despectiva, a los gais («bujarrones», «mariquitas»)].
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