Los hilos del destino

3,99  IVA incluido

Libro formato .epub

Segunda entrega de la serie de la detective privada Cate Maynes.
«Se supone que me llamo Dominicus Nan. Caí desde un segundo piso. No tengo memoria. Me muero. Quiero saber quién soy.» Con esas palabras empieza uno de los casos más enrevesados de Cate Maynes, que tendrá que resolver al tiempo que lidia con las dudas que sacuden su corazón.

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Descripción

/ Libro II Serie Cate Maynes / Novela negra / Erótica /

SINOPSIS:
Nueva edición revisada y actualizada (2022).
«Se supone que me llamo Dominicus Nan. Caí desde un segundo piso. No tengo memoria. Me muero. Quiero saber quién soy.»
Esta es la premisa de la que parte la segunda entrega de la serie de la detective privada Cate Maynes. En esta ocasión, Cate no solo tendrá que enfrentarse a la resolución de uno de los casos más peculiares de su carrera, sino que deberá hacerlo también con el tortuoso camino que emprenderá su desportillado corazón, zarandeado por las dudas.
Lo que no podía imaginar es que al final de ambos caminos, el del caso de su cliente y el de su corazón, le esperaba la mayor de las sorpresas y que, en lo que concernía al segundo, no había un punto y final, sino un punto y seguido.

FICHA TÉCNICA. 
E-book.
Formato: .epub.
P.V.P.: 3,99€.

OTROS FORMATOS.
Papel. Tapa blanda.
Formato: tapa blanda, rústica sin solapas, brillo.
Tamaño: 15,24 x 22,86 cm.
ISBN:979-8839069695.
Fecha de edición: 2022.
Páginas: 305.
P.V.P.: 16,99€.
Puedes comprarlo en Amazon.

Papel. Tapa dura.
Formato: tapa dura, cubierta laminada de 2 mm, brillo.
Tamaño: 15.24 xx 22.86 cm.
ISBN: 979-8839972100.
Fecha de edición: 2022.
Páginas: 305.
P.V.P.: 18,99€.
Puedes comprarlo en Amazon.

Kindle.
ASIN: B0B59HR9LH.
P.V.P.: 3,99€.
Puedes comprarlo en Amazon.

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UNO

Se supone que me llamo Dominicus Nan. Caí desde un segundo piso. No tengo memoria. Me muero. Quiero saber quién soy.
Miré, perpleja, a mi interlocutor. Apenas un par de minutos antes había entrado en el despacho cargando con una desgastada carpeta azul bajo el brazo, que ahora, salpicada de huellas húmedas, descansaba entre nosotros sobre la mesa. Su dueño mostraba un aspecto igual de consumido: sobre los cincuenta años —muy mal llevados—, de tez cetrina, pelo ralo y chasis huesudo. La nuez se le marcaba de modo prominente, como si quisiera llegar a los sitios antes que su dueño, y una cicatriz gruesa como un dedo atravesaba parte de su cráneo para ir a morir cerca de su ojo derecho, enrojecido y al que de tanto en cuando acercaba un pañuelo de tela para enjugarse unas lágrimas que parecían salir ajenas a su voluntad. El costurón tensionaba la piel de su párpado, impidiéndole que pudiera cerrarlo del todo, lo que debía de ser la causa del involuntario lagrimeo.
Carraspeé con discreción. La noche anterior apenas había pegado ojo, pero, por mucho espesor mental que padeciera, el galimatías que acababa de soltar ese hombre con aspecto de anónima gota en el océano necesitaba de una explicación más extensa.
—¿Podría explicar eso un poco mejor, por favor?
Por toda respuesta, Dominicus se limitó a sacar una fotografía del interior de la carpeta, que colocó, en silencio, boca arriba. Me incliné para verla mejor. Era una reproducción de tamaño estándar, a color, aunque los tonos aparecían desvaídos, como si hubiera estado expuesta al sol largo tiempo. Aun así, la imagen era reconocible: él al cuadrado, posando junto a un gemelo al que se le parecía como una mosca común a otra. En esa imagen aparentaba unos años menos —quienquiera que fuese de los dos—, o quizás es que fue tomada justo el día antes de que la vida le pasara por encima con la fuerza de un tren de mercancías: la carne recubría con mayor generosidad su cuerpo y su cabeza estaba coronada por una frondosa mata de pelo.
—Quiero saber quién soy —repitió, señalando la fotografía. Las palabras, pronunciadas de forma átona, salieron roncas y faltas de aliento, como si le costara extraerlas del fondo de su garganta—, si el de la izquierda o el de la derecha.
Estudié con más atención la imagen. «El de la izquierda», sentencié. Ambos hombres parecían idénticos en lo físico, pero el de la derecha tenía un lenguaje corporal que exudaba energía, casi agresividad, mientras que el otro mantenía una mirada apocada e indiferente, idéntica a la versión desgastada que tenía frente a mí. La pareja posaba en lo que parecía una salita de lectura: una estantería repleta de libros tras ellos, un sillón a un extremo y una lámpara de pie al otro. El gemelo de la derecha, con un gesto entre guasón y provocador, e imitando con su mano una pistola, apuntaba con el índice-cañón a la sien de su hermano.
Haciéndome con ella, giré la instantánea, pero en su dorso no constaba ningún tipo de anotación, ni tampoco sello comercial alguno. Parecía papel fotográfico común, y lo más probable es que hubiese sido editada con una impresora casera, lo que podría explicar la degradación de colores.
Miré a Dominicus.
—¿Y dice que tiene amnesia?
La mirada que precedió a su respuesta pareció exudar derrota, la clase de pérdida del que tiene una mano equivocada en una partida que nunca quiso jugar.
Señaló la cicatriz que atravesaba su cabeza.
—Retrógrada —confirmó—, causada por un traumatismo craneoencefálico severo. No recuerdo nada de antes del accidente.
—Pero me ha dicho su nombre…
—Mi supuesto nombre —puntualizó—. La dueña de la pensión desde cuya ventana caí dijo que me registré con él, pero la policía no encontró a nadie llamado así que encajara con mi descripción. —Chasqueó la lengua, contrariado, al tiempo que esbozaba una mueca a medio camino entre la irritación y la frustración—. En realidad, me trataron más como un sospechoso que como una víctima.
—¿Por qué?
—Porque no están —respondió crípticamente, antes de levantar las manos para mostrarme, encaradas hacia mí, las yemas de sus dedos—. Las huellas.
Me eché hacia adelante para verificarlo. En efecto, las huellas dactilares no estaban; las yemas parecían quemadas, probablemente con algún tipo de ácido.

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