Turquesa, hipermicrocefálico y politesticular

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—Turquesa, hipermicrocefálico y politesticular, madame. Parece uno, pero en realidad son seis mil quinientos cuarenta y cuatro con veintitrés.
Reprimí un quejido mientras le dedicaba una mirada neutra a mi interlocutor. «Joder, ¿es que no hay manera, en esta puñetera ciudad, de tener un caso mínimamente decente?», me lamenté en silencio.
Hacía apenas unas semanas que me había instalado en Océano como detective privada y ya había recibido la visita de dos «desorientados» similares al que ahora tenía plantado ante mí. En el primer caso, un caballero que frisaba los sesenta quiso contratarme para entregar una lata de pescado en gelatina —marca Whiskas, específicamente, «la única con poder para rasgar el tejido interdimensional»— al fantasma de su gato, que el difunto felino debía tomar, imperativamente, «para poder cruzar al otro lado». En el segundo, una amable viejecita requirió mis servicios para encontrar su virginidad, perdida a manos de un desalmado que, según su detallada descripción —en tonalidades de blanco y negro, para más inri—, se parecía, sospechosamente, al actor John Wayne.
Definitivamente, contar con las tarifas más económicas de la ciudad era un imán para «extraviados». Si hubiera sabido que esto iba a ser así, habría escogido dedicarme al montaje casero de bolígrafos, joder.
Mi reacción, en ambas ocasiones, fue la de ofrecerles una vía alternativa para solventar sus problemas: a la señora la puse en contacto con los servicios sociales y al gatófilo, con el (212) 555-2368.
Pero esas opciones no me servían para el caso que ahora me ocupaba. Tanto el amante de los gatos como la anciana tan solo eran dos solitarios en busca de un poco de atención, pero mi inesperado visitante daba muestras de estar sufriendo un episodio disociativo.
Todo había empezado cinco minutos antes cuando, con expresión desencajada, había irrumpido en mi despacho soltando un apremiante:
—¡Necesito encontrar a álguienes, dame détective!