Relato publicado en la revista Gehitu Magazine, nº 107. Abril 2020.
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La veo acercarse por el sendero. ¿Cómo he podido olvidar que era así? Desgarbada, el paso torpe y medido, la barbilla apuntando al suelo. ¿En esta época todavía caminaba por la calle, pegada a la pared? Seguro que sí.
Me ve y titubea, el pie colgado en el aire una fracción de segundo. Sé que de su interior se habrá desgajado un juramento con muchas consonantes pendencieras y escasas vocales dóciles. ¿Se irá? ¿Cederá?
No. Se queda. Buena chica.
Se acerca, me mira de reojo, hay un rictus de incomodidad en su gesto. Pero no dirá nada, lo sé.
—Hola —saludo.
—Hola.
Una efímera sonrisa tirante enmarca su respuesta. Sé que se ha fijado en la bolsita de frutos secos y que del puñado que cobijo en la palma de la mano solo escojo las pasas. Eso tiene que haberle resultado curioso, como mínimo.
Se sienta en silencio todo lo alejada que puede, pero también lo más cerca posible del que sé es su sitio favorito, que ocupo ahora yo. Mira al mar, y más allá. La isla, el horizonte, el punto donde los dos azules se hacen uno.
—Es un paisaje que da vida, ¿verdad? —comento—. Esa luz, esa inmensidad, esos colores…
Parpadea, sorprendida. Sé que es, exactamente, como ella lo siente. Vaya si lo sé.
—Sí —responde, lacónica.
—Me encanta venir aquí —continúo—. O a cualquier sitio donde pueda tener el mar al alcance del corazón.
Esto último ha sonado ñoño nivel pro, pero qué le voy a hacer: me pierde la métrica.   Ella sonríe con educación, pero por dentro debe de estar arañándose las venas; tal vez deseando que me precipite acantilado abajo, tal vez rogando para que una de esas escandalosas gaviotas que nos sobrevuelan desarrolle un profundo interés por mi cráneo.
—¿Es como lluvia dentro de ti? —le pregunto. No tengo mucho tiempo, así que debo ir al grano.
—¿Perdone?
Ah, sí, que para ella soy una señora mayor… Qué gracia.
—Lo que sientes —explico—. Cómo te sientes. —Me llevo una mano al pecho—. Aquí.
Esta vez hay alarma en su expresión.
—No comprendo… —farfulla.
Súbitamente tensa, gira de nuevo la cabeza hacia el mar. Ahora estará peleándose consigo misma ante el dilema de irse o quedarse. Por un lado, estará encadenando consonantes encabronadas como si no hubiera un mañana, lamentando que le haya tenido que tocar a ella la loca del coño, y por otro, rezumando incomodidad por los poros por la evidente falta de cortesía que implicaría marcharse.
Levanto una mano conciliadora. Una pasita cae rodando de la palma de la otra.
—Era como yo me sentía —digo con suavidad—. Como si se me hubiese metido el invierno dentro. La lluvia que puedo tocar me encanta, pero lo que llovía en mi interior era ausencia. Pérdida. Miedo.
Se le abren los ojos como platos, los entrecierra a continuación. El estupor ha desplazado a la aprensión en su rostro.
—Yo… No sé…
Hace ademán de levantarse, pero no culmina la espantada. Buena, buena chica.
—La tormenta se llevaba con ella las palabras —prosigo—, me dejaba varada en un renglón vacío. No quería que yo «fuese», que pudiera nombrarme, porque, si lo hacía, tendría que mirarme a los ojos. Y eso a la tormenta no le gusta.
Sus ojos se achican de puro espanto. Se remueve, inquieta; parece que esta vez sí va a irse. Es el momento crítico: o sale corriendo o se queda y abre la puerta.
Se queda. Buena, buena, ¡buena! chica.
—Me tuve que ir de este mundo para poder permanecer en él —digo—. Me he hecho y deshecho, y vuelto a hacer y a deshacer. Me construí, reconstruí y deconstruí para encajar en aquello que me decían que debía encajar, para ser aquello que decían que debía ser.
—Pero no pudiste… —susurra, temblorosa.
Casi grito de alegría. ¡Olé por mí! Aunque no las tiene todas consigo, ahí está… Estoy.
—Tardé en lograrlo —replico con una sonrisa en boca y ojos—, pero lo hice.
—¿Cómo lo conseguiste?
—Recuperando las palabras que me robaron, convirtiéndolas en mi voz. —Me inclino hacia ella—. No permitas que te las quiten. Son tuyas. Si los demás las tienen, tú también. Es tu derecho.
—No sé cómo hacerlo —musita.
—Solo tienes que ser tal y como te sientes. Este es también tu lugar, no lo olvides nunca. Este mundo, esta vida. Tú en ellos. Tu sitio, tu huella, tu camino.
Le guiño un ojo. Le ofrezco la bolsita de frutos secos. Ella duda un segundo, pero acerca la palma de la mano para que vierta sobre ella un puñado.
Se come solo las pasas.
—¿Quién eres? —pregunta con timidez.
Elevo una ceja, dibujo una socarrona sonrisa en mis labios. (Espero que me haya salido como en los ensayos, porque este es MI GRAN MOMENTO).
—¿Quién crees que soy?
Se encoge de hombros, sacude la cabeza. No sé si va a echarse a reír, a llorar o a correr.
—Pues, si no fuese porque es una locura… pareces yo, dentro de muchos años. —Su sonrisa está a medio camino entre la incredulidad, el desconcierto y la esperanza.
¡Oh, por favor! ¡Pero qué lista era! ¿Cómo pude meterme a Filología, si podría haberme hecho abogada de patentes y estar dominando el mundo en estos momentos, joder?
No replico, porque no hace falta y porque el momento ha quedado mítico, místico y resultón.
Ella mira de nuevo hacia el mar. Su pecho se expande con una honda inspiración, deja salir el aire lentamente. Sus ojos se desplazan hacia la línea quebrada de la costa, varios centenares de metros más abajo. Su frente se llena de arruguitas, sus  labios se mueven en silencio; parece mantener una muda conversación consigo misma.
Sea cual sea la conclusión a la que llega, le gusta. Sonríe, pinza con sus dedos varias pasas, se las lleva a la boca y las mastica despacio, saboreándolas mientras su mirada se hace luz, inmensidad y color.
Sé que cuando se gire para mirarme lo hará llena de incipientes, refulgentes rayos de sol en su interior. Para cuando lo haga, yo ya no estaré… aunque sí.