/Relato incluido en la antología Sexo, alcohol, paracetamol y una imbécil/
/ Serie Cate Maynes Relato/Novela negra/ Romántica/ Erótica/

Jueves, 21:23 h

—Cada vez que haces eso, Dios estrangula un gatito. ¿Lo sabías, imbécil?
El chupito se quedó a medio camino de mis labios. Levanté la cabeza hacia Caroline, que, plantada ante mí tras la barra, me miraba con expresión de censura.
—Teniendo en cuenta lo poco que me importan ambos, Dios y gato —dije—, y si acaso eso un extraño intento de regañarme, te pediría, por favor, que concretaras. Hoy tengo un «ligero» dolor de cabeza.
Caroline adoptó la postura del jarrón. La figura le salía de maravilla, una perfecta ejecución simétrica de brazos en arco, ceño fruncido y expresión «madre putativa en modo regañina» ejecutándose en su rostro.
Levantó una ceja.
—Qué novedad… Beber no te lo quitará, ¿no crees?
—Anda que no. Si lo hago hasta perder el conocimiento, verás tú cómo sí.
Bufó, exasperada.
—¿Tú crees que esto es normal?
—No, lo cierto es que es increíble. ¡La propietaria de un local en el que se sirven bebidas, sermoneando contra el consumo de las mismas! Alucina.
Caroline torció la boca en un gesto de contrariedad y sus ojos se convirtieron en dos rendijitas. Me estaba jugando las próximas doscientas raciones de mayonesa, como poco…
—Como en todo, el secreto está en la moderación —replicó.
—Como en todo, exacto. ¿Lo aplicamos también a las reprimendas? De verdad que me duele la cabeza.
—Y, claro, en algún sitio has leído que empinar el codo es el mejor remedio, ¿no?
¿De veras había dicho eso? ¿Empinar el codo?
Se lo dije:
—¿De veras has dicho eso? ¿Empinar el codo?
—Pues sí, ¿qué pasa?
—Eso digo yo, qué pasa hoy. ¿Te has levantado con el pie izquierdo o qué?
—Pues, mira, no. Levantarme, lo que se dice levantarme, lo he hecho estupendamente. He pasado una mañana muy normalita también: he ido al mercado y he comprado uva. ¿Te gusta la uva? A mí, sí, la blanca; me pirra. Así que me he comprado un racimo y la he tomado de postre al mediodía. Después, me he tumbado un ratito. Siempre me acuesto un rato después de comer. Deberías probarlo, es muy sano. —Un tono más intenso para añadir—: Ayuda a regenerar neuronas.
Tampoco habría hecho falta que se molestara en levantar las dos cejas para reforzar el mensaje no-tan-subliminal.
Pero a mí, la uva, si no va mezclada con etanol, ni plim.
—Y he venido aquí —continuó—. Y todo iba la mar de bien, pero solo hasta que ha entrado por la puerta una chica tan maja como imbécil. Y mira, sí, ahí se me ha torcido el día ya.
¡Bueno!, pensé con resignación. Hoy no iba a ser El Día De Chupitos Sin Límite Para Cate En El Powanda, estaba claro.
—Vale ya, ¿eh? —refunfuñé—. Que de verdad no me encuentro bien.
Iba a beberme el chupito, pero no sé si fue la coacción del estrangulamiento divino o el gesto ceñudo de Caroline lo que me detuvo.
Lo segundo, está claro.
—Oye, deja de mirarme así —protesté—. Emites mensajes contradictorios, ¿sabes? Eres como una señal de prohibido el paso haciendo el gesto de «Pasen». ¡Joder, Carol, que estás detrás de la barra de un bar, con una legión de botellas a tu espalda!
—¡Marie, un combinado de salmón! —fue toda su respuesta, vociferada hacia el otro extremo de la barra.
Pues qué bien, cómo mejoraba el día, joder. No me dejaba beber, pero me daba de comer. Menuda mierda. No quería comer, y menos, comida sana, y menos, una que incluyera un pez. Comerse un pez muerto, con la mayonesa restringida, era una perspectiva terrible.
—Carol… —le advertí.
—Cate… —me imitó ella.
Y ahí estábamos de nuevo, metidas en nuestra dinámica habitual de duelo de cabezonas. Ocurría desde que, cierto día que me pasé con la bebida y la lengua se me desató, Caroline me tomó a su maternal cargo. Antes de eso, todo iba bien: yo estaba hecha una mierda y lo arreglaba, uno, bebiendo hasta perder el conocimiento; dos, follando como una descosida con desconocidas y, tres, despreocupándome de mi futuro. ¡Era un asco de vida perfecta!
Pero un día me dio por entrar en un local llamado Powanda, con una dueña llamada Caroline, y ahí se acabó mi asquerosa buena racha: la susodicha propietaria se hartó del espectro cochambroso que le afeaba la decoración (yo) y se acercó a hablar con él.
¡Para qué más! Tú dale a una borracha con la vida hecha mistos una oreja receptiva y ya puedes echarle horas. Ese día lloré mares, vomité lo que llevaba arrastrando desde que había abandonado Ilica, un relato que hablaba de amor desesperado, hienas pomposas, sangre canalla, la mujer de mi vida y un desafortunado disparo. Le conté cómo había pasado de ser una policía bien considerada a prácticamente una apestada, un cambio de perspectiva resultado de la campaña de desprestigio y hostigamiento que los De Sants emprendieron contra mí. ¡Y todo por dejar en estado vegetativo al hideputa de su hijo después de que su cabeza tropezara con una de las balas de mi pistola cierto día de mierda que todo saltó por los aires! (Parte de su corteza cerebral incluida).
Helena, por ejemplo. Helena fue una de esas cosas que saltó por los aires, tan lejos que ya no pude alcanzarla, de forma tan dolorosa que me incapacitó para volver a sentir. Helena, el amor que se me volvió desesperado, hija de los De Sants, hermana del capullo descerebrado. La mujer de mi vida.
Pero, mujer, pensaréis. ¿Cómo no iba a dejarte? ¡Le volaste la cabeza a su hermano!
Pues sí, pero no. No. Porque Helena sabía cómo era Romus, de qué pasta estaba hecho. Sabía, como yo, que era un renglón, más que torcido, retorcido; una línea punto y aparte que unos padres excesivamente protectores, equivocadamente indulgentes, habían dejado malcrecer mientras miraban hacia otro lado. Romus fue la mala hierba mimada, protegida y exculpada, crecida en un jardín en el que debía primar, por encima de todo, la belleza, por muy aparente que fuera y por mucho veneno que ocultara su rutilante fachada. Un niño bien al que siempre se le había consentido todo, un mocoso que creció creyéndose inmune.
Pero llegó un momento en que las suyas ya no fueron pequeñas putadas propias de un niñato malcriado. Ya no fue emborracharse y estampar el Lamborghini contra la terraza del pub del que te acaban de expulsar. No fue trapichear con pequeñas cantidades o enviar a tus contactos de WhatsApp la foto de uno de tus ligues de fin de semana, desnuda. No fue desentenderte del embarazo de la ex siguiente a la siguiente ex, o liarte a puñetazos a la salida de una discoteca. Fueron más peligrosas, con peores consecuencias. Cruzó la línea de la falta para entrar de lleno en la del delito.
Y yo lo veía, vaya si lo hacía. Veía cómo iba engordando el saco hasta tener las costuras a punto de estallar. Y Helena también lo veía. Pero era su hermano. Y le asqueaba. Pero era su hermano. Y yo era yo… Pero él era él.
Estaba escrito que en algún momento el saco reventaría, y la brillante carrera como hideputa del heredero De Sants tendría su primer tropiezo serio. Y lo tuvo, y fue muy, pero que muy serio: con una de las balas de mi arma reglamentaria. Y quedó en coma. Y Helena me dejó.
Y es que, por muy canalla e hideputa que fuese, era su hermano.
Todo eso le conté aquel día a Caroline, entre mocos e hipidos. Lo horrible que era levantarse cada mañana. Y pasar el día. Y acostarse cada noche. Y no dormir. Y recordar. Y llorar. Y volverse a levantar.
Ese día debí de darle tanta lástima que decidió acogerme como a una especie de hija putativa. (En realidad, creo que vine a ser una especie de sustitutivo filial: como su único hijo había muerto…). Fuese por la razón que fuese, Caroline pasó a ser una de mis primeras amigas en Océano y en su putativa maternidad se empeñaba en hacerme mantener unos hábitos mínimamente saludables. (La amenaza del combinado de salmón era una muestra).
Sí, cierto, también me servía alcohol, pero después de que yo desapareciera tiempo atrás durante varias semanas tras una acalorada discusión por el tema, procuró limitar el ámbito de su preocupación. Supongo que se dio cuenta de que si zapateaba con demasiada fuerza a la bicha esta huiría espantada, así que echó el freno y se dejó de sermones apocalípticos para pasar a la táctica de brazos en jarra y peces muertos con guarnición de verdura. Probablemente llegó a la conclusión de que, anclada a la barra del Pow, por muy feo que hiciera con la decoración, al menos podía mantenerme bajo el alcance de su radar. Creo que la pobre tenía la idea de que lejos de ella me trasmutaba en algo así como una suerte de engendro de cara abotargada, párpados hinchados y vozarrón cazallero que iba dando tumbos de bar en bar y traspiés por oscuros callejones en los que devolver a la Madre Tierra el fruto de su destilación.
Y no, realmente. Podría parecerlo, pero yo era una beoda muy de mi casa, de las de acabar la noche con la cabeza metida en inodoro propio y privado, y no en ajeno y público. A mí, la pérdida de todo lo que tenía, de todo lo que era, me dio para bebedora de muy a lo suyo, con su copa y sus circunstancias, acodada calladita en la barra del bar de turno, sin dar guerra ni la murga con mis penas. (Excepción hecha, claro, de Caroline). Beber y callar, eso era lo que yo hacía. Borracha, sí, pero toda una señora desecho, ojo.
Una endeble dignidad, lo reconozco, con la que quería revestir mi método escapista A (beber hasta caer inconsciente) y que procuraba extender a mi método escapista B (follar hasta que me escociera el coño), con el único objetivo de espantar los recuerdos de mi desmantelada vida. Creía que esa combinación formaría la ecuación perfecta para hacer que todo estuviera bien, porque beber más follar sería igual a olvidar.
Qué ingenua. Porque ni de coña se me iba la pena. No se diluía en el fondo de una botella, no se evaporaba entre los brazos de una mujer, no me levantaba nueva, limpia, sin memoria doliente ni pasado maltrecho. Ni fórmula mágica, ni ecuación milagrosa, ni hostias. Porque cuando se pasaba el efecto del alcohol, y del perfume de la última mujer no quedaba más que un leve rastro sobre mi piel, Helena, dolor y amor despanzurrado regresaban con fuerza para mostrarme la única verdad: yo solo era una pobre idiota que no sabía qué hacer con su vida, ni con la presente ni con la que cargaba sobre sus hombros.
Si a mi yo del pasado se le hubiera aparecido mi yo actual para contarle lo que le esperaba, os juro que antes de que el eco de la última palabra hubiese dejado de resonar echaría a correr y no me detendría hasta llegar a Helena y abrazarla. La cercaría entre mis brazos, me haría barrera contra el destino, muro, fortín, para que ese negro futuro que yo misma activé presionando el gatillo de mi arma no me la quitara, y le diría al oído: «Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero. No me dejes nunca, por favor», y lo haría tantas veces y con tanta intensidad que no dejaría ni un solo te quiero para el resto de los habitantes del planeta.
Eso haría.

Pero no ocurrirá. No habrá espectros del futuro que adviertan a imbéciles del pasado, y el cráneo de Romus acudirá puntual a su cita con la bala de mi arma, y saltará por los aires, y los De Sants me crucificarán, y todo se irá a la mierda. Perderé mi trabajo, perderé mi equilibrio, perderé a Helena. Y seré esto que ahora soy: la mujer desmantelada, la mujer perdida.
Quiero pensar que así no le hago daño a nadie. (Si no computamos mi hígado, mis riñones y mi coño como sujetos con entidad propia, claro). Como mujer rota, ¿a quién hago daño? Beber me lo bebo todo yo, y follar lo hago siempre con acuse de recibo: siempre advierto que no hay vida después del polvo, no hay «llámame», no hay «nos vemos otro día y nos tomamos unas cañas», no hay citas, cine, copas ni cenas. Hay sexo, y punto. Ellas se llevan un entregado polvo, y yo, un poquito de sentimiento, por muy primario que sea, y tan escaso, que se quede a ras de piel.
Pero me sirve. Hoy por hoy, siendo quien soy, en lo que me he convertido, me sirve. Porque meterme con una mujer en uno de los cuartos del Sapho, tocar a alguien y que ese alguien me toque, hace que, al menos por un tiempo, me olvide del dolor y las noches insomnes, de los nombres de mujer que empiezan por hache y del pasado que acecha incansable. Aunque sepa que esos encuentros con desconocidas, en realidad, no son más que un pobrísimo sustituto del éxtasis de la piel amada. Como conocer el mar por un poco del mismo vertido en un cubo: es mar, pero no lo es.
No, no creo hacer daño a nadie; solo a mí. Ved si no por qué me pluriempleo como antiestético elemento decorativo en los bares de Océano. En el Pow, sobre todo, pese a la amenaza de sermones, salmones y mayonesa embargada. Porque, aunque de vez en cuando Caroline me dé la charla, es algo que ambas podemos sobrellevar sin que la sangre llegue al río. Como ya le he contado todas mis mierdas, me comprende lo suficiente como para no cabrearse seriamente conmigo. Eso no impide que haya días como hoy, en los que se muestra un poco más tajante con mis pasatiempos de barra (levantamiento de chupito, flexión de brazo y descenso de decilitros de alcohol garganta abajo), pero normalmente lo podemos solucionar con platos combinados y mucha buena voluntad.
Y en ese punto de nuestro particular duelo entre gilipollas descarriada y dama guapa, cabal y de gran corazón nos encontrábamos ahora: yo, protoborracha, y la dama, con los brazos en jarra. Las alternativas para el desenlace eran, uno, que ella cediera, y dos, que yo me largara a seguir practicando mis hobbies lejos de su escrutinio y sus peces muertos con verdura. (Y es que mira que era difícil ser una ruina humana con gente que se preocupaba por ti, maldita sea).
Pero, como he dicho, Caroline es mujer cabal, y como en esos momentos advierte en mis ojos el resorte que me va a catapultar del taburete y, por ende, del alcance de su radar, decide dar un paso atrás. Así, expulsando con fuerza el aire por la nariz, los brazos en jarra pasan a ser cruzados sobre el pecho y se queda monitorizándome en silencio hasta que Marie, la guapa Marie del lunar en la mejilla, melena oscura y sonrisa deslumbrante, corta con su aparición la salsa de guisantes en la que se ha convertido nuestro silencioso desafío.
Ya ni se inmuta, la guapa Marie. Está más que acostumbrada a nuestros rifirrafes putativos, así que se limita a mirarnos de forma rápida y alterna y a colocar el plato frente a mí, obsequiándome con una de sus relucientes sonrisas, acompañada de un cómplice guiño que pronto decodifico, con gran alivio y alegría por mi parte, cuando detecto, camuflados entre aterradores tallos de brócoli y una montaña de malencarados guisantes, pequeños tacos de patata frita.
Bendita Marie. De vez en cuando nos acostamos. Ella es algo así como la excepción a la regla catemaynesiana relacional posIlica (que reza que la titular de la misma se lo folla todo sin mirar atrás… excepto a la guapa Marie). Tampoco llamemos a confusión ahora con esto porque, básicamente, lo que Marie y yo hacemos es eso: follar. Ella me come el coño, yo se lo como a ella, le damos un repaso al abecedario, hacemos un par de carreras y nos ponemos el gemido como meta. Y ya. Que no es malo, follar, se ha hecho toda la vida eso. Nerón follaba. Y Cleopatra. Y hasta Charlot, si me apuráis. Las hormigas follan (creo), y los patos. Los conejos, ni te cuento.
Pero, en definitiva: que me follo a la guapa Marie, y ella, a mí. Somos amigas. Nos tenemos cariño. Nos respetamos. Y follamos como todo eso. Pero ya. Lo que tengo con Marie no es, ni de lejos, suficiente como para apaciguar la llaga enquistada en mi interior. Helena sigue etiquetando mi corazón, lo ocupa todo, y a todas horas, y en profundidad. Puedo correrme derramando entre mis labios nombres de otras mujeres, pero nunca será lo mismo. No es tocar el mar con la punta de los dedos mientras lo surcas en una barca. No es meterte en una niebla espesa y notar las gotitas humedecer tu cara. No es Helena en cada caricia, en cada aliento, en cada átomo.
Solo es lo que es: puro escapismo, un mecanismo recubierto de una pátina de empatía y consideración, pero sin llegar a tocar siquiera las capas más altas de las franjas más apartadas de los estratos más lejanos de mi corazón.
Porque nada, sin Helena, tiene sentido.

Nada, absolutamente nada…
Tardé unos segundos en darme cuenta de que lo había dicho en voz alta, pero Caroline era tan intuitiva como veterana en despojos humanos, así que no le hizo falta nada más. Con un estoico suspiro descruzó los brazos, se acercó a Marie, metió la mano en el bolsillo de su delantal y sacó de él un puñado de sobrecitos de mayonesa para colocarlos junto a mi plato. A continuación, se aupó por encima de la barra, me cogió del cogote con suavidad para acercar mi cabeza y depositó un ligero beso en su coronilla.
—Come, imbécil —dijo.
Y se fue, llevándose a la guapa Marie con ella, que antes de alejarse trazó el dorso de mi mano con la yema de sus dedos.
Y, vaya, se me llenaron los ojos de lágrimas, ¿sabéis? Y tuve que esperar unos minutos a que se me deshiciera el nudo de la garganta para poder comerme aquella mierda de salmón que representaba, en su ofrecimiento y en unos furtivos tacos de patata y un puñado de sobres de mayonesa, un pedacito de mundo para una renegada de su lugar en él como lo era yo.
No, sin Helena nada parecía tener sentido. Hasta que lo tenía.

¿Te ha gustado el relato?
Puedes comprar la antología en la que está incluido, Sexo, alcohol, paracetamol y una imbécil
, aquí.
Tienes toda la información sobre la serie de Cate Maynes aquí.


Expolicía ✓
Pasado tormentoso ✓
Corazón roto ✓
Ligera de copas ✓
Chapuzas ✓
Imbécil ✓✓✓✓

serie-cate-maynes