/Relato publicado originalmente en la web Libros Prohibidos/
El cuerpo yace a sus pies. Una obscena rosa crece en su pecho, cruel epicentro de la telaraña escarlata que empapa el vestido con esa misma sangre que tiñe su piel, filamentos carmesíes que se enroscan entre sus dedos, serpentean por su muñeca, se pierden bajo la coraza y motean el desgastado brillo de su metal.
Ha vuelto a ocurrir. Lo ha vuelto a hacer. Otra, otra, otra, otra vez.
Las líneas del cadáver se desdibujan con sus lágrimas, se convierten en un turbio borrón. Llora y lo hace sin censura, ella, El Corazón Sin Latido. Como un niño perdido en el mercado de una gran ciudad, como una capitana que ve desaparecer su barco bajo las aguas de una tormenta, como un árbol que ve alejarse su simiente engarzada en el pico de un pájaro.
Lo hace porque ella ya no es ella, no al menos esta de armadura, espada, sangre y cólera. Esa es la ella que una vez fue, aquella a quienes los dioses le otorgaron la destreza, el arrojo y la inmoralidad que la convertirían en la mejor guerrera al servicio de la peor de las tiranías. La Mano de Hierro. El Puño de Fuego. La que sometió aldeas, arrasó urbes, desplazó fronteras e hizo hincar la rodilla a príncipes orgullosos y monarcas resabiados. La que dejó a su paso muerte, desolación, pérdida y ausencia. Sin remordimientos. Sin vacilación. Porque sí. Porque la guerra. Porque sí otra vez.
Y ahora vuelve a ser esa ella. Y vuelve a serlo. Y vuelve a serlo. Y vuelve a serlo.
Siempre es igual, en cada una de las ocasiones. Ni siquiera recuerda cuántas van ya.
Pero no importa, solo lo que ella le pide con su último aliento, apenas un susurro hostigado por la agonía de la vida que se le escapa como agua entre los dedos: «Otra vez, mi amor», le dice. «Una más».
Que regresen a la pesadilla, le pide.
Que la mate una vez más…
Ocurrió en la última aldea del penúltimo territorio conquistado. Era un día cualquiera, en un lugar cualquiera, insignificante de no ser porque se hallaba en la línea de avance del ejército del Lord. Se había adelantado con un pequeño grupo para explorar, no era estratega de tienda de campaña o mando de retaguardia y nadie lo esperaba tampoco. La favorita de los dioses tenía bien ganado su nombre.
Pero fue allí donde lo perdió, junto a su favor. En ese día y lugar cualesquiera. Sin saber cómo, sin saber por qué. Sólo llegó. La encontró. La derribó.
Porque sí. Porque el amor. Porque sí otra vez.
La aldeana era menuda, seca de carnes, todavía joven pero ya con los rasgos del hambre y la miseria marcados en las líneas de su rostro. Pero ahí estaba, agitando desafiante una horca de hierro frente a varios de sus soldados. Una de ellas estaba a punto de ensartarla con su lanza, pero algo le hizo levantar la mano para detenerla. Probablemente nunca averiguaría qué fue. Ocurrió, ya está.
La observó desde su montura. En realidad, esa mujer solo había postergado unos segundos su muerte, pero ella siempre reconocía el valor, por muy suicida que fuera. Podía concedérselos. Y la aldeana los aprovechó; la atacó. Le gustó que lo hiciera, pero pobre idiota. Le partió la boca con la puntera de su bota, la derribó. La chica volvió a levantarse.
La miró con curiosidad: la sangre resbalaba de la comisura de sus labios y un velo de aturdimiento nublaba su mirada, pero volvía a empuñar la horca con decisión. Casi le arrancó una carcajada. En esta ocasión solo usó el pie para desestabilizarla. Volvió a caer. Y a levantarse. Y a caer. Y a levantarse.
Ordenó a sus soldados que la dejaran a solas. La aldea empezaba a convertirse en un océano de llamas, pequeñas deflagraciones estremecían el aire mientras el fuego devoraba los muros de las casas, la madera de sus tejados, la paja de los establos. La carne de sus habitantes. Los gritos de horror desgarraban el aire, el olor acre del humo empezaba a intoxicarlo todo, la sangre a formar riachuelos sobre la tierra. Y allí estaban ellas, cara a cara.
El destino nunca se tuerce. O tal vez sí. Y cuando lo hace, el camino se convierte en una incógnita.
El suyo lo hizo en ese instante. Era menuda, joven, pobre y peligrosa. De las tres primeras cosas se dio cuenta con un simple vistazo; de la última, demasiado tarde. Porque llegó sin saber cómo, sin saber por qué. ¿Qué ocurrió para que nada fuese como debía ser? ¿Por qué no la mató, la olvidó y siguió su camino?
Porque sintió algo. Y ese fue el instante, el segundo que lo cambió todo. El que trajo a su vida algo inédito e imposible: luz y horizonte. «¿Luz, horizonte?». Ella era una guerrera de la casta Bachelord, concebida y entrenada para el combate, acostumbrada a matar, a odiar, a la sangre de otros, derramada y consumada por ella. Ella era noche y epílogo y ocaso y extinción… Pero sintió algo.
Por supuesto, la mató; allí mismo, tras ese instante, tras esa punzada que aleteó, viva y urgente, dentro de ella. Y siguió su camino.
Pero no la olvidó.
Su recuerdo regresó una y otra vez a ese encuentro, esa chica. Su mirada… Valor, orgullo, furia y serenidad. Los ojos de aquella aldeana encerraban la certeza de la lucha contra el Imperio, la justicia de su resistencia… y el principio de su fin. Porque a través de ellos empezó a cuestionarse cosas. No enseguida, no muchas, no importantes, pero ahí estaba la semilla, germinando diminuta y en silencio.
Y empezó a pensar antes de actuar.
Y a sentir algo más que indiferencia.
Y llegó el hastío, y con él la duda.
… Y en ese punto, los dioses, tan irritados como decepcionados, reiniciaron la pesadilla.
Dioses. Seres caprichosos. Y crueles. Y vanidosos. Y crueles otra vez, crueles siempre, crueles hasta el infinito.
Porque no fue semilla, sino cosecha. No fue instante, sino eternidad. No la eternidad que implica el infinito físico, sino aquella que sobrevive a todo tiempo y lugar, la que entreteje, solidifica y convierte en indestructible un sentimiento inalcanzable para ellos: esa aberración que los mortales llamaban amor.
La duda de su otrora favorita estaba construida de todo ello, de la huella de su espectro en su subconsciente, del sedimento inextirpable que había arraigado en su antaño oscuro corazón.
Porque ella ya no era ella, «su» ella, la despiadada guerrera al servicio de sus violentos designios. Y ocurrió en esa pequeña y estúpida aldea, con aquella pequeña y estúpida aldeana. La brecha imposible e inédita. ¿Luz? ¿Horizonte? ¡Aberración!
No podían consentirlo.
Solo hubo una vez auténtica. La primera.
Podrían, simplemente, haberla destruido, eliminarla como quien se quita una mota de polvo del brazo. Posar su emponzoñada mirada sobre otro guerrero, otra alma corrupta que moldear a su imagen y semejanza.
Pero… dioses. Siempre crueles, siempre caprichosos. Eso habría sido aburrido. Jugar era mejor. Jugar les distraía. Y castigar les encantaba.
«Recordarás. Siempre. Por siempre. Y lo harás cuando sea demasiado tarde». Ese fue el castigo, la perversa maldición.
Y se cumple, todas y cada una de las veces. Recuerda justo cuando su espada se está abriendo paso a través de la carne de ella y lee en sus ojos, con espanto, que ella recuerda a su vez. En ocasiones, la revelación no se consuma hasta que ha abandonado la aldea. A veces pasan semanas, otras tan solo unas horas. En ese escenario, el recuerdo de la aldeana, de su mirada, le persigue, la zarandea como un eco lejano y persistente, un tap-tap dentro de ella que insiste, insiste e insiste hasta que algo hace clic y entonces el espectro se cristaliza, toma cuerpo, rostro y sentimiento, y el sedimento se convierte en torrente, desborda la mentira, rasga el velo del espejismo… y todo vuelve a empezar.
Los dioses siempre esperan que ese clic no tenga lugar, que su corazón regrese a ellos.
Pero hasta ahora nunca lo ha hecho.
Recordarás.
Y eso es lo que haces cada, cada, cada vez, demasiado tarde: entras en esa aldea, masacras a sus habitantes sin piedad, te fijas en la aldeana, atraviesas su pecho con tu espada… y entonces ella pronuncia tu nombre en su agonía, con una mirada colmada de pena, absolución y amor.
Y entonces, recuerdas…
… Que en realidad le perdonaste la vida.
… Que la llevaste contigo, prisionera.
… Que la hiciste tu sierva personal.
… Que empezaste a escuchar lo que te decía.
… Que su corazón, pese a una vida dura y llena de penurias, solo albergaba bondad.
… Y que esta era contagiosa.
Tardaste mucho tiempo en reconocer que sentías algo por ella. Pero lo hiciste. Te enamoraste. La brecha imposible e inédita. La luz, el horizonte. Y ella te correspondió. A ti, tan impía; a ti, que tanto mal habías hecho; a ti, que te creías irredenta.
Pues lo fuiste, redimida. Ese amor restañó la miasma de odio fijada en tu corazón.
… Y viraste el servicio de tu espada.
… Y luchaste contra el Lord.
… Y fuiste maldecida.
Los dioses, aquellos a los que habías servido toda tu vida con ciega lealtad, no podían consentir la traición. Y te maldijeron, porque la agonía siempre es más deliciosa que la muerte. Y, así, siempre recuerdas demasiado tarde que aquello no es más que una pesadilla, un cruel retorno sin fin ideado por unos inmortales rencorosos. Recuerdas demasiado tarde que no es la primera vez que ves a esa aldeana menuda y desafiante, que no la mataste en aquella aldea, que te conquistó con la palabra y los hechos, que llegasteis a pasar unos meses de pura, difícil e imbatible ternura antes de que la maldición cayera sobre vosotras.
Y que la pesadilla solo acabará cuando el corazón adiestrado para el odio reconozca el amor…
Diosas. Escasas pero suficientes. El fulgor entre el caos. La posibilidad ante la predestinación. Cansadas de la sangre, y del ciclo de violencia, y del modo de hacer de sus hermanos.
Los dioses no eran los únicos capacitados para encontrar el camino hacia el alma de los mortales, los únicos que contaban con fieles servidores. Las diosas también tenían devotas. Y la aldeana era una de ellas. Tal vez ellos no podían consentir perder a una de sus favoritas, pero ellas tampoco. Sabedoras de la trampa urdida por sus hermanos, reclamaron la potestad de su alma y, con ello, de su destino.
No iba a ser fácil.
A los dioses les resultaba demasiado placentero el desconsuelo de su antaño favorita cada vez que era consciente de que había asesinado a la mujer que amaba. Bebían de su dolor, lamían cada recoveco de ese corazón doliente y amargo que antes fue suyo. Y la inmortalidad hacía la vida muy larga y su necesidad de ocio, infinita. Exigieron, así, que la clave debía estar en ella, en la guerrera: ella debía suponer la diferencia.
Y este fue el pacto: si prevalecía la luz de su interior antes de que su espada atravesara el pecho de la aldeana; si el corazón adiestrado para el odio reconocía el amor, entonces el ciclo se rompería, el bucle maldito se extinguiría y ambas mujeres retomarían sus vidas a partir de ese instante. Si no era así, la maldición se extendería por toda la eternidad.
Hasta el momento, ganaban ellos.
El cuerpo yace a sus pies y lo recuerda todo. El infinito dolor. La desesperación. La derrota.
En ocasiones, los dioses retrasan el momento del reinicio para regodearse con su sufrimiento. Pero ella sabe qué hacer, dónde se halla el punto exacto de su cuello que con un corte certero hará que todo acabe… por esa vez.
Se pregunta si merece la pena. Allí, junto a su cuerpo, con su sangre aún caliente manchando sus manos. Intentarlo una ocasión más. Regresar al espanto. Que ella regrese a él también, que en sus últimos instantes de vida sea consciente de que ha vuelto a fallarle una vez más.
Pero se lo pide. Con esa misma mirada de certeza y valor que lo cambió todo, que la alcanzó, la derribó y reinició su corazón. Le suplica que ella también la tenga. Que tenga fe. Y valor. Porque la aldeana sabe que, en realidad, el mayor sufrimiento es para la guerrera, suya la infinita tristeza. Al fin y al cabo, ella tan solo sobrevive unos segundos…
Los aprovecha para pedírselo, antes de que la maldición borre de sus memorias el recuerdo: «Una más, mi amor». Que vuelva a intentarlo. Que no se rinda. Que un día ocurrirá. Que su corazón la reconocerá. Que encontrará su nombre en él. Y entonces serán libres.
Y la guerrera lo hace. Una vez más. Y otra. Y otra. Y otra.
Porque, a pesar de que en cada ocasión su alma se convierte en un páramo helado, una diminuta luz, en esos agónicos momentos previos a que el olvido vuelva a engullirlas, se abre paso entre la marea de sufrimiento, se alza titilante en su interior: un recuerdo, una imagen, una promesa: las dos, en una pradera, prometiéndose el sol y robándose besos.
Una y otra y otra y otra vez.